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  PRENSA Obras completas / Conde de Lautreamont
 


Conde de Lautréamont, el antagonista de Dios
por Jorge Monteleone


Un libro de culto. Hace 50 años el poeta argentino Aldo Pellegrini traducía al Castellano “Los cantos de Maldoror”, ahora reeditado junto con las obras completas.

Ha regresado de nuevo al Río de la Plata. Cada vez que leemos Los cantos de Maldoror , del Conde de Lautréamont, ese libro de fuego desollado escrito en francés y traducido al español por el poeta argentino Aldo Pellegrini en 1964, algo de su feroz lengua secreta retorna a la fuente del idioma.

El poeta Isidore Ducasse, hijo de un funcionario del consulado francés y de madre francesa –que perdió a los dos años–, nació en Montevideo el 4 de abril de 1846, durante el sitio a la ciudad por las tropas de Juan Manuel de Rosas y vivió allí hasta los catorce años, cuando viajó a Francia. Al morir, a los veinticuatro años en París, hacia 1870, la ciudad estaba sitiada por los prusianos. Durante muchos años fueron un enigma la vida y la imagen misma de ese poeta que, bajo un seudónimo o, mejor dicho, un doble terrible, Lautréamont, imprime en 1869 la primera versión completa (que por su virulencia tardó en circular) de ese largo poema mutable, torrencial y colérico en prosa y en seis cantos cuyo objeto era “atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante carroña”. El poeta, gran antagonista, se desdoblaba en un ser monstruoso, que oscilaba entre la piedad y el crimen, entre la grandeza y la abyección: Maldoror.

Declaraba en el canto I que “El final del siglo XIX tendrá su poeta (…): nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, otrora rivales, se esfuerzan actualmente por superarse mediante el progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario”.

Un precursor de los surrealistas
Como la poesía de Charles Baudelaire y de Arthur Rimbaud, como Para terminar con el juicio de Dios , de Antonin Artaud, el Conde de Lautréamont destronaba a la vez el Logos divino y la moral humanista para explorar la conciencia en el mal y la aniquilación de las facultades humanas. La revuelta de Los cantos de Maldoror (que a partir del descubrimiento de Leon Bloy en 1887, sólo sería comprendido cabalmente en el siglo XX, vindicado por los surrealistas como uno de sus grandes precursores) es una de las más radicales críticas a los atajos de las racionalidades de Occidente para destruir y dominar en nombre de cualquier trascendencia, aquello que Maldoror llamaba el Gran Objeto Exterior: “¡Humillación!, nuestra puerta permanece abierta para la curiosidad feroz del Celestial Bandido”.

La prosa poética de Lautréamont atraviesa las mutaciones de decenas de animales; himnos súbitos y extraños dedicados tanto a los hermafroditas y al océano como a los piojos o las matemáticas; sombríos paisajes exiliares; relatos terribles u obscenos; dobles y duplicidades; puntuales delirios y humoradas sombrías; osarios inmundos y asesinatos y salvaciones y concentraciones de lo sonámbulo, lo viscoso, lo onírico. Su lucidez insomne a la vez desconcierta y alecciona al lector, llevado, como en una “mera alucinación hipnagógica causada por el terror”, hacia una belleza convulsiva.

León Pierre-Quint, Gaston Bachelard y Roger Caillois le dedicaron estudios esenciales; Jean-Jacques Lèfrere una biografía; Julia Kristeva una minuciosa deriva teórica; pero acaso el vasto ensayo de Maurice Blanchot incluido en Lautréamont y Sade (1949) aún es su mejor exégesis. Aquel libro que ilumina como un sol negro halló en la lengua francesa su destino, pero su secreto origen y su eterno retorno en el español hablado en nuestras barrosas orillas. Rubén Darío ya lo incluyó en Los raros (1896) mucho antes de su venerada circulación en Francia. Lo había descubierto en Bloy y escribió sobre Lautréamont: “Vivió desventurado y murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiesen las prosas de Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso; un libro en que se oyen al mismo tiempo los gemidos del Dolor y los siniestros cascabeles de la Locura”. Julio Cortázar lo examinó en sus clases de literatura francesa de los años cuarenta, traducía fragmentos para conocimiento de sus alumnos y ya lo vindicaba junto a Rimbaud en su temprana “Teoría del túnel”; Alejandra Pizarnik lo recreaba como una sombra tutelar en su obra de lúcida agonía; Miguel Angel Bustos fue un descendiente de sus orbes proliferantes; Enrique Pichón-Riviére compuso su Psicoanálisis del conde de Lautréamont .

Una estimulante iniciación a su obra
Pero fue el poeta surrealista Aldo Pellegrini su gran heraldo en nuestra lengua con la cuidada traducción, publicada en su editorial Argonauta hacia 1964, de las Obras Completas ( Los Cantos de Maldoror, Poesías y cartas ), precedidas de un notable estudio preliminar, cuyo minucioso conocimiento del poeta es, todavía, una estimulante iniciación a su obra. Este año se reedita ese volumen para celebrar los cincuenta años de su aparición. Incluye, además, ilustraciones alusivas de artistas del surrealismo y también la única foto de Isidore Ducasse, recién hallada en 1977. En esa chaqueta holgada, el muchacho algo cetrino, de ojos afiebrados y de mirada fija, como absorto y un poco a la defensiva, de pelo negro y espeso y un bigote ralo, parece un uruguayen , un genuino montevideano. Alguien que bien puede pasar por un lejano pariente de Felisberto Hernández, excéntrico y anárquico y genial y que no se parece a nadie.

Revista Ñ, Agosto 2014
Firmada por Jorge Monteleone


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Visiones de una revelación total
por Augusto Munaro


La presente traducción al castellano de la obra de Isidore Ducasse (conde de Lautréamont), realizada impecablemente por el poeta Aldo Pellegrini, pone otra vez en circulación uno de los ejercicios estéticos más intensos de la literatura universal. Pues fue en principio gracias a la propuesta de este oscuro autor montevideano de lengua francesa que la imaginación literaria alcanzó, tal vez, uno de los momentos cúlmines ante el imperio de la lógica reinante del siglo XIX.

El volumen incluye, además de las poesías y cartas, el celebérrimo Los cantos de Maldoror, libro de culto que por sí solo despliega toda una concepción del arte y la literatura, influyendo posteriormente por su espíritu de rebeldía a numerosos dadaístas y, muy en especial, surrealistas. Esta alucinante perspectiva sobre el misterio de la vida abre de manera ambigua- una oscilación indefinida de sentidos improbables, ¿se trata de una glorificación del cielo y su combate en búsqueda de Dios? Imposible saberlo, como tampoco acordar el método astillado de su escritura onírica. La prosa rabiosa de Ducasse -ese pulso endiablado y desintegrador, cuya audacia de imágenes profetizó los estragos insondables del inconsciente humano- edifica una estructura explícitamente laberíntica. Por momentos no sabemos dónde estamos, nos perdemos, pero este extravío opera tal vez como metáfora de la existencia humana. Esa ilusión en que se arma y desarma el sentido. Así forja sus páginas un hermético fraseo profundamente visual, siempre dominado por un equilibrio ácrata, subversivo a la norma. Pues Maldoror no sigue orden ni de unidad, ni de permanencia lógica. El aliento luciferino de sus páginas en parte se debe al poder de su visión y al singular trabajo de su furiosa lucidez ante la extravagancia: las innumerables asociaciones libres y el abandono de las convenciones de trama y de personajes.

El vértigo volcánico de las desviaciones, vacíos y ausencias (¿lagunas?) de Lautréamont, que suman cambios abruptos de tonos y de estilo -luego incorporados por Joyce en Finnegans Wake de modo soberbio- aquí alcanza una extraña amalgama contradictoria entre crueldad y piedad, fantasía delirante y cálculo cerebral (no en vano León Bloy y Remy de Gourmont la consideraban obra de un desequilibrado). Pero no abramos juicios sumarios sobre la naturaleza del autor. Mientras la palabra escrita tenga futuro, Ducasse continuará formando lectores. Vale destacar que la nueva edición se presenta acompañada de un conspicuo estudio preliminar y notas firmadas por el mismo traductor rosarino.

Diario El Litoral, Agosto 2014
Firmada por Augusto Munaro

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El infierno musical
por Mariana Guzzante


En 1964, aparecen en Buenos Aires las “Obras Completas” del Conde de Lautréamont, con prólogo y traducción del poeta Aldo Pellegrini. Cincuenta años después, “Los Cantos de Maldoror” y una serie de Poesías y Cartas, reviven en una nueva edición. Ícono del surrealismo, incendiario de la literatura moderna, Isidore Ducasse vuelve para maldecirnos con su lúcida belleza.

Quiera el cielo que el lector (...), encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno (...) No es aconsejable para todos leer las páginas que seguirán (...) Por lo tanto, alma tímida, antes de penetrar más en semejantes landas inexploradas dirige tus pasos hacia atrás”.

¿Quién podría rechazar esta seductora invitación al Canto primero de Maldoror? Ahora que la volvemos a leer, desde la nueva edición de las Obras Completas que acaba de lanzar editorial Argonauta, las palabras renuevan el hechizo.

“Mi poesía tendrá por objeto atacar al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante carroña”, escribe el francouruguayo Conde de Lautréamont, que tras recorrer los infiernos con su Maldoror, clamará por una “poesía escrita por todos”. “Solamente a un uruguayo se le puede ocurrir que la poesía debe ser hecha por todos y no por uno/ que es como decir que la tierra es de todos y no solamente de uno”, subrayó luego Juan Gelman. Pensando también en el eco donde adhiere ese otro navegante del Averno, Antonin Artaud, “no podemos vivir eternamente/ rodeados de muertos/ y de muerte”, encerrados en los textos, por el contrario, el deber del escritor, del poeta es “salir afuera/ para sacudir/ para atacar/ a la conciencia pública/ si no, para qué sirve?”

En esa línea de visiones, Gelman ve en “Fábulas” a quienes las sueñan, como Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, “que se fue por el aire” y “se lo oyó como que volaba o parecía crepitar”.

Isidore Lucien Ducasse, en los agites finales del siglo XIX lanzó al mundo una lúcida bocanada de veneno junto con su intuición de belleza. Hay que hundir las palabras en la realidad hasta hacerlas delirar como ella. Y ese delirio se multiplica para hablar de lo que no puede alcanzarse con los bisturíes de la lógica. La frase -“Bello, como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”- se convirtió casi en un slogan del surrealismo.

Intensas visiones

“Los Cantos de Maldoror”, textos fascinantes si los hay, fueron escritos entre 1868 y 1869 y publicados ese mismoaño. Los seis cantos que forman el libro son obra de un curioso hombre de veintidós años al que la muerte se llevó apenas un año después de que salieran publicados.

Claro que Lautréamont no se llamaba Lautréamont. Era el hijo del embajador francés en Uruguay y había nacido en Montevideo en 1846, con el nombre de Isidore-Lucien Ducasse. Su madre murió cuando él cumplió nueve meses. Algunos aseguran que se suicidó.
‘Lautréamont’ significaba, sencillamente, l’autre est à Mont (“el otro monte, Montevideo”). Como Rimbaud, el sentimiento de extranjeridad fue adoptado como rasgo permanente. Él era, a la vez, el otro. Aunque en el espesor de esta figura también asoman las influencias del Manfred de Lord Byron, el Konrad de Adam Mickiewicz y el Fausto de Goethe.

Maldoror (“Mal d'Aurore”, “Mal de la aurora”) es un ser sobrehumano, arcángel del mal, que lucha bajo diferentes formas contra el Creador, a menudo ridiculizado como un dios de burdel.

El Conde murió en París a los 24 años, solo y pobre, en noviembre de 1870. Obviamente, se habló de suicidio, aunque nunca se supo con certeza. Lo que sí se sabe es que nació y murió entre los sobresaltos de la guerra: en 1846 bajo cerco de las tropas argentinas y en 1870 durante el sitio de París por el ejército prusiano.

Considerada por muchos una obra “maldita” se convirtió en una obra de culto y en un arcano cuyo secreto debía alejarse de ojos profanos. El Canto I fue publicado en agosto de 1868, en Bruselas con dinero de su padre; firmó la obra con tres asteriscos, lo mismo que la segunda edición, la cual apareció en una publicación colectiva titulada “Parfums de l´âme” (“Perfumes del alma”) en 1869. En la primavera del 1869, Ducasse entrega al editor Lacroix el manuscrito completo de la obra, que nunca llegará a las librerías y de la cual sólo unos pocos ejemplares son encuadernados y entregados al autor.

Cantar desde el fondo

La aparición de “Los Cantos...” en 1868 no sólo no encontró eco inmediato en Francia sino que causó el espanto de sus contemporáneos, quienes sólo leyeron la exaltación del mal. De hecho, los primeros comentaristas de Lautréamont se inclinaron por la tesis de la locura del autor.

Sus Poesías, escritas durante la década anterior, habían sido publicadas en abril y junio de ese mismo año. Su fama creció con el tiempo y tuvo que ver, sobre todo, con las lecturas del grupo literario La Jeune Belgique (Max Waller e Iwan Gilkin, entre ellos), que proclamaron su genialidad, y en particular de Leon Bloy, que se convirtió en uno de los grandes difusores de su obra, sobre la que efectuó, además, un extenso estudio en 1890. En ese mismo año, los “Cantos de Maldoror” fueron finalmente publicados por Genonceaux. Varios escritores, entre ellos Blaise Cendrars, intensificaron su difusión y lo convirtieron en uno de los iconos del movimiento surrealista.

“¿De dónde deriva el desconcierto que aún producen ‘Los Cantos...’?” se pregunta Aldo Pellegrini en ese exhaustivo prólogo que escribió para la edición de 1964, y que resucita en ésta, 50 años después. Sigue siendo igual de pertinente la pregunta. Y la respuesta de Pellegrini: “En primer término, de la actitud del poeta frente al lector: quiere encontrar en éste no un receptáculo pasivo de determinada anécdota más o menos bien relatada, o de ciertos hallazgos estéticos del autor, sino un verdadero contrincante, para quien la lectura se convierte en una lucha. Experimenta entonces con este adversario, trata de provocar sus reacciones, de exasperarlo o confundirlo, para, más tarde, cuando menos lo espera, explicarlo todo y calmarlo, siempre que el lector haya soportado la contienda”.

Una leyenda maldita

No es más que una foto de Lautréamont. Pero lo que sí sobrevuela es una leyenda maldita. Cuentan que el poeta uruguayo Edmundo Montagne (que escribió artículos sobre Lautréamont para la revista El Hogar en 1925 y 1928) fue internado en el Hospicio de las Mercedes, donde se suicidó. Él fue quien le habló de Lautréamont al psicoanalista argentino Enrique Pichon Rivière, que se dedicó a estudiar la obra del poeta pero, por miedo a que le sucediera alguna desgracia, se negó a publicar en un libro sus investigaciones.

“¿Qué son entonces el bien y el mal?” se plantea Lautréamont desde el comienzo de los cantos. “¿Son acaso la misma cosa que testimonia nuestra furibunda impotencia y el ardiente deseo de alcanzar el infinito por cualquier medio, por insensato que fuere?” Es una búsqueda que no se satisface con un Dios hecho a la medida del hombre. De modo que Lautréamont protesta contra el hombre y protesta contra Dios y su teofobia es el resultado de esa estafa metafísica.

Todo el libro, de hecho, consiste fundamentalmente en el relato de la lucha de Maldoror con Dios. A lo largo del poema, la lucha se encarniza. Dios envía a la Conciencia como emisario y Maldoror la decapita. Un furor iconoclasta termina el canto segundo proclamándose a sí mismo “saqueador de despojos celestes”. Al fin, toda furia y ese miedo se concentra en el problema de la muerte. Por eso no duerme.

Hasta que, melancólico y profético ( y no exento de humor negro), entiende que vivir significa la paulatina destrucción de la inocencia. “La risa, el mal, el orgullo, la locura, aparecerán por turno entremezclados con la sensibilidad y el amor por la justicia, y servirán de ejemplo a la estupefacción humana”.


Diario Los Andes, Junio 2014
Firmada por Mariana Guzzante

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Lautréamont: un destino sudamericano
por Rodolfo Alonso


Con una sonrisa cómplice, mi viejo amigo Félix Gattegno, uno de los dueños de Galatea, la librería francesa de la calle Viamonte, me arrastró hacia su vidriera y me mostró una pila de libros rojos, diciéndome satisfecho: “-En menos de una semana vendimos más de cincuenta ejemplares. ¿Qué me dice?”
El libro en cuestión –capaz de concitar tanto interés en medio de una crisis económica generalizada- era nada menos que las Obras completas del Conde de Lautréamont, hace muy poco tiempo reeditadas en Barcelona por la Editorial Argonauta. Y la adhesión de tantos lectores argentinos venía a confirmar el singular destino sudamericano del no menos singular y memorable creador de Los cantos de Maldoror. Porque esa Editorial Argonauta aparentemente barcelonesa no es otra que la mismísima Editorial Argonauta fundada hace más de treinta años entre nosotros por Aldo Pellegrini, un auténtico pionero del surrealismo en la Argentina. Y quien dirige ahora esa Argonauta de Barcelona no es otro que el argentino Mario Pellegrini, hijo de Aldo, quien hasta poco antes de irse estuvo al frente entre nosotros de las Ediciones Insurrexit.
No es nueva esta devoción por Isidore Ducasse en mi país. Fue ya en 1964 que Aldo Pellegrini tradujo y prologó esta misma versión de sus Obras completas, ahora reeditadas en España, y publicadas entonces con el sello de Ediciones Boa, creado por el poeta Julio Llinás.
Pero mucho antes de eso, en la primavera de 1946, uno de los más prestigiosos psicoanalistas argentinos, Enrique Pichon-Rivière, autor de un voluminoso y profundo ensayo (todavía inédito) sobre la personalidad y la obra de Lautréamont, iniciaba sus manifestaciones públicas acerca del poeta con una conferencia en el Instituto Francés de Estudios Superiores, de Buenos Aires. Labor que continuaría al año siguiente con el primero de una serie de artículos publicados en la Revista de Psicoanálisis.

Un destino sudamericano

Isidore Lucien Ducasse nació en Montevideo el 4 de abril de 1846, a las nueve de la mañana, en una casa –más tarde derruída- sita en la calle Camacuá, mientras la ciudad resistía el sitio de las tropas de Rosas. Era hijo de Francisco Ducasse, un funcionario de la embajada francesa, y perdió a su madre a los dos años. Los catorce de su infancia en Montevideo, hasta que parte hacia Francia, permanecen en el misterio.
En París, el ángel negro alcanza su destino. Allí, durante 1868, y ocultando su nombre bajo tres asteriscos, publica por su cuenta el primero de Los cantos de Maldoror. Cuya versión completa ve la luz en 1869, con el sello del editor Albert Lacroix, que sin embargo se negó a distribuirlo. Siete años antes de su muerte, en 1870, quien ya es por derecho propio el Conde de Lautréamont (seudónimo elegido por Ducasse) publica las Poesías, un libro inquietante y lúcido, y no menos perdurable que su obra mayor y más difundida.
“Hay quienes escriben para lograr los aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón –expresa Lautréamont en el Canto primero de Maldoror- que la fantasía inventa o que ellos pudieran tener. Pero yo hago servir mi genio para representar las delicias de la crueldad. Delicias ni efímeras ni artificiales, sino que, nacidas con el hombre, terminarán cuando él termine. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los secretos designios de la Providencia? ¿Acaso el hecho de ser cruel lo priva a uno de genio?”. Esa libertad alucinante y sobrehumana, que recuerda a la de Sade, y que intimidó a Rubén Darío a pesar de haberla aprehendido (en su libro Los Raros lo llama “un ser sublime martirizado por Satanás”), encontraría a sus devotos entre los surrealistas. André Breton, el indiscutido fundador y animador del movimiento, dijo al descubrirlo: “Ahora, solo ahora, se sabe que la poesía debe llevar a alguna parte”. Y el mismo Breton, que nunca vaciló en discutir a nadie, reiteró en 1919: “Salvo Lautréamont, no veo a ninguno que no haya dejado a su paso algún indicio equívoco”.

Nota de Revista Camp de l’arpa, Barcelona, noviembre 1978
firmada por Rodolfo Alonso.


 

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